A veces dudo
de si la jornada de reflexión cumple su objetivo o, por el contrario, es el día
que menos se reflexiona, cuando de una consulta electoral se trata. A estas
alturas, incluso la mayoría de los indecisos tienen ya claro lo que van a hacer
o no hacer. Solo unos cuantos llegarán a las cabinas a tontas y a locas para
coger la primera papeleta que les venga a mano. Porque de todo hay en la viña
del señor. En cualquier caso, no cabe duda de que es una jornada de tregua, en
la que se apaga la megafonía y únicamente se percibe la paz y el silencio de las
trompetas de campaña, entre tanto los activistas políticos velan armas y los
candidatos marean la perdiz, deshojan la margarita, especulan y abren el
abanico de posibilidades. Es sabido que, al final, todos ganan y solo aquellos
en los que hace mella una derrota clamorosa son capaces de reconocer, aunque
sea de mala gana, el signo del desenlace. Con el tiempo veremos si los
electores ganan o pierden porque tal como están las cosas, las promesas se
vuelven papel mojado cuando no se hace lo contrario de lo que se pregonó, que
todavía es más grave. Son unas elecciones especiales en el marco de una crisis
sin parangón, jaleada por la convulsión secesionista y envuelta en la desazón
social que cunde y ahonda ante la destrucción del estado de bienestar. No en
vano se avistan ya escalofriantes cifras de pobreza y desempleo mientras la
exclamación común es que no sabemos a donde vamos a parar. Pero a pesar de tanta
inquietud y malestar, el ejercicio del voto es un derecho del que no se debe
abdicar. Es lo que hay y con lo que hay que apencar. A partir de mañana se abre
un nuevo período, con independencia de los resultados que arrojen las urnas.
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