Es obvio que la estampa que ayer nos ofreció el Rey es todo un hito para la historia de este país. No creo que esto lo discuta nadie. No obstante, aunque la mayoría de las interpretaciones que se difundieron posteriormente iban en esa línea, en realidad el monarca no pidió perdón al pueblo español. Dijo que lo sentía y reconoció, eso sí, que se había equivocado y, a mayor abundamiento, hizo propósito de enmienda. Pero eso de pedir perdón literalmente le debió de parecer demasiado fuerte por lo que implica de ejercicio de autoinmolación, dicho sea en tono de metáfora. Hay que tener en cuenta que no estamos ante una persona inmadura, vulnerable a la veleidad, que carece de las claves para distinguir situaciones y circunstancias y que haya de tomar decisiones precipitadas. Todo lo contrario, a estas alturas de su vida le sobra experiencia y recursos para saber lo que hacer en cada momento. Vale que diga que lo siente, pero lo que tenía era que haber evitado verse en el trance que ayer protagonizó midiendo para ello más sus actuaciones y, sobre todo, sus comparecencias, según con quien, cuando y donde, mucho más si es para matar paquidermos africanos, especie a extinguir. También he de apuntar que sí creo que su gesto cobra tanto más valor cuanto que en esta España nuestra no hay políticos que sean capaces de reconocer sus errores de manera tan directa y explícita como él lo hizo. Se puede pensar que Juan Carlos I hizo lo que tenía que hacer, pero acto seguido hemos de añadir que la realidad es que nadie lo hace. Finalmente, considero que una bochornosa cacería ha puesto un antes y un después a la institución monárquica. Se acabó la inmunidad y el exceso de protección. La familia real, que atraviesa por un crítico momento, muy tocada en su prestigio, ha de someterse a las mismas exigencias de transparencia que rijan para el resto de los ciudadanos, de manera especial para aquellos que ostentan la representación de la soberanía popular.
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