miércoles, 4 de abril de 2012
Lo que va de ayer a hoy
Con frecuencia, todos aquellos que peinamos canas, al hablar de la Semana Santa, solemos invocar los recuerdos de la infancia y adolescencia. Unos porque fueron copartícipes de los desfiles procesionales, vivían el culto por dentro, y otros porque asistían como meros observadores. Mi memoria, supongo que como la de otros muchos coetáneos, se queda en aquellas liturgias del franquismo presididas por el silencio y la meditación. Eran jornadas para el recogimiento en las que quedaban prohibidas las manifestaciones de ocio y divertimento, cerraban los establecimientos y por la radio se emitían largas sesiones de música clásica. Más adelante en el tiempo, aquella "tele" incipiente ponía dibujos animados, documentales y "pelis" sobre la vida y la pasión de Jesús. Creo recordar que ni siquiera se podía silbar, mucho menos cantar, como no fueran los salmos religiosos. En las iglesias, las imágenes de los santos se cubrían con unos velos de color morado, los curas sermoneaban desde los púlpitos y los templos registraban abarrotes en los días grandes. Las campanas enmudecían a la espera de la gloria de la Resurrección mientras que las pequeñas campanillas que se utilizaban en los oficios eran suplidas por un artilugio de madera, que hacía un ruido seco y que se llamaba matraca. Pues ¡anda que no le dábamos a la matraca los niños de la postguerra! También había matracas de campanario, que eran, lógicamente, de dimensiones mucho mayores. Todavía se conservan algunas en España. La Semana Santa de entonces se vivía bajo el signo de la fe, sí, y de la represión al uso, represión bendecida, vaya, vaya, por la Santa Madre Iglesia. Lo que va de ayer a hoy.
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