A Ricardo Segura Torrella lo conocí cuando yo trabajaba en el Ferrol Diario. El pintor solía visitarnos ya que tenía en la Redacción muy buenos amigos. Sin embargo, mi relación con él se estrechó en la etapa en la que yo, trabajando en La Voz, desarrollaba labores informativas en el Concello. Nos veíamos de vez en cuando, tomábamos café juntos y hablábamos de lo divino y lo humano. Curiosa y lamentablemente, perdí su proximidad a raíz de una crónica municipal por mi firmada en la que abordaba con cierto sesgo crítico el tema del museo municipal de cuyo patronato formaban parte, entre otros, él y Mario Couceiro. Ricardo no volvió a tomar café conmigo. Muchas veces reflexiono sobre los límites que el periodista ha de imponerse para que la proximidad con las personas, fenómeno muy frecuente con políticos, artistas y dirigentes de todo tipo, no repercuta en la pretendida imparcialidad, regla de oro de nuestro trabajo y no despierte, por otro lado, ese sentimiento de traición en las personas. Lógicamente, como todo humano, también los periodistas nos equivocamos. Uno puede creer que hizo lo que debía, pero ante este tipo de reacciones le asalta la sospecha de una desafortunada actuación o de una farragosa exposición que haya podido herir susceptibilidades. La figura de Segura Torrella, traída a la memoria estos días en el aniversario de su muerte, me suscita, inevitablemente, un recuerdo espinoso.
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