En el advenimiento de la democracia los periodistas estábamos entre las tres primeras profesiones más valoradas socialmente. A estas alturas estamos entre las tres últimas. Nos acompañan -sospechoso el dato- los políticos. Me trae muy preocupado el desprestigio en el que hemos caído en los últimos años, del que no parece fácil que nos recuperemos más o menos pronto. A mis años, ya en estado de gracia (jubilación), me cuesta trabajo creer que se haya dado este fenómeno. Dos hitos avalan esa nota alta que nos daban los ciudadanos. La prensa, en general, coadyuvó de manera decisiva a la ola democrática, tras la muerte del dictador, y, particularmente, los medios audiovisuales llegaron a desactivar la intentona golpista del 23-F. Yo siempre aduje en mis opiniones publicadas e intervenciones en tribunas allí donde me han invitado un par de razones que podrían explicar el demérito que luego sobrevino, aunque haya otras que sumen. El alineamiento político y el periodismo amarillo en el que florece el intrusismo. El alineamiento hace perder credibilidad al periodista y no es que todos los profesionales ejerzan esta opción, ni mucho menos, pero es lo que se cuela en todas las casas a través de las tertulias televisivas. En el plató parece estar representada la cámara con periodistas del PP y periodistas del PSOE. Es la imagen que se da asociada a los decibelios y griterío, cuando no al verdulereo. De otro lado está la proliferación de espacios amarillistas de la llamada prensa rosa o del corazón, en donde todo vale y en lugar destacado se sientan no periodistas sino individuos especializados en hurgar en las vidas de los demás, programas que rompen con toda norma deontológica y caen a diario en las aguas cenagosas del morbo. A todo esto hay que añadir ahora la crisis que fomenta contratos basura, adelgazamientos de plantillas, etc, lo que induce al ejercicio del periodismo en las circunstancias más precarias y muchas veces indignas. Los intereses de las empresas no juegan precisamente en favor de un periodismo de calidad, que es el que marca las diferencias. No obstante, tirar la toalla, nunca. Hay que luchar por situar al periodismo en el lugar que realmente merece, aunque hay que reconocer que este no es el mejor momento.
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