Cada noche que me pongo a escribir mi post o artículo, tanto monta, me pasa como dicen que les sucede a los artistas que aun dominando las tablas cada vez que tienen que salir al escenario notan cierto hormigueo por el cuerpo. Siempre me ha cargado de responsabilidad emitir opinión, impartir "doctrina". Cuando era un joven periodista maduraba mucho los temas llevándolos a conversaciones con personas mayores, colegas con más oficio, que me servían de sparring para confrontar lo que yo pensaba con sus postulados. Pronto me percaté de que una de las reglas de oro para llegar al lector era aplicar el sentido común. Ojo, parece fácil, pero no lo es. Otro objetivo era proporcionar claves para que los lectores dispusieran de material y ellos mismos extrajeran sus propias conclusiones, con independencia de la tesis que uno sostuviera. Para ello cuanto más documentado e informado esté el autor/a, más recursos tendrá para alcanzar la efectividad en su exposición. Ahora que el maduro soy yo, si bien he ganado en confianza y seguridad, la que dan los años y la experiencia, tengo que confesar que sigo haciendo una especie de precalentamiento antes de arrancar con la primera línea. Es verdad que invierto ahora mucho menos tiempo y las ideas fluyen con más facilidad. Qué menos después de tantos años bregando con esta profesión a la que amo, por la que sufro y que tanto me enriqueció cultural e intelectualmente. Sé que este asunto daría para un tratado y no es mi intención, ni es lugar ni espacio. Traigo esta reflexión al hilo de las notas que me ponéis mis seguidores y seguidoras. Recibo los ecos por facebook y también por twitter. Un adjetivo cálido para el que escribe es como el aplauso para el que actúa, por acabar como empecé, estableciendo ese paralelismo con los actores. Y una matización final importante. La responsabilidad pesa en todo aquel que siente el mayor respeto por el destinatario del mensaje, tanto en sus afinidades como en sus discrepancias con el que suscribe.
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