Lo primero que dice un político
cuando se ve imputado, salvo tan honrosas como escasísimas excepciones, es que
no dimite. Además, lo dice con una gran contundencia con el indudable objetivo
de dar muestras de seguridad de su inocencia ante el respetable, cuando no
tiene que convencer a nadie. Los jueces tendrán la última y autorizada palabra.
Realmente, si recurriéramos al sentido común y a una mínima conciencia de la ética,
tenían que hacer todo lo contrario, sin esperar a que nadie se lo preguntase. Aunque
luego resulten absueltos. Sería la manera de ganarse, de entrada, la presunción
de inocencia y, en cualquier caso, sentir la satisfacción del deber cumplido,
ante cualquier sombra de sospecha. Pero como esto que vemos y vivimos es el
mundo al revés, ahí está la negra estadística de 200 políticos actualmente
implicados y pegados a la poltrona hasta que una sentencia judicial o la presión
del partido respectivo los obligue a abandonar el puesto. Y aquí se produce una
dejación y una reprobable actitud no sólo de las personas sino también de las formaciones políticas que
casi siempre miran para el otro lado hasta que el agua les llega al cuello y no
tienen más remedio que actuar. Uno de los numerosos ejemplos estaba ayer en los
titulares de las publicaciones digitales. Durán i Lleida, de Unió, que en el
2000 dijo que dimitiría inmediatamente si se demostraban irregularidades con la
financiación de su partido, manifestaba ayer desde Chile que de ninguna manera,
que no pensaba dimitir ahora que incluso oficialmente su formación ha admitido el fraude. Hormigón
armado hay que tener en el rostro. ¿Dimitir? Pero ¿eso qué es?
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