La demoscopia nos pone delante la
cruda y dura realidad. Casi nadie cree en los partidos. Al menos eso se
desprende de la encuesta que publicaba ayer El
País que destacaba que el 95% de los consultados confirmaban dicho estado
de ánimo. Y no creo que haya sorprendidos con este resultado. ¿Qué sucedería si
en este momento hubiese unas elecciones generales? ¿Qué sucederá dentro de tres
años, si Rajoy acaba la legislatura? Si esta situación de desafección
está ya ahora tocando techo, dibujar el futuro se torna en tarea muy desalentadora. Con este panorama de depresión económica y descrédito
y con la liada (que no diada) que provoca el soberanismo de Mas en Cataluña, es
fácil colegir que el Gobierno está atravesando una preocupante encrucijada con
la única atenuante de la caída de la prima de riesgo, movimiento en el que
tampoco hay que confiarse. Una de dos, o se ponen todos las pilas o se cierne
un serio y grave peligro, con una sociedad absolutamente desmotivada. Tienen que
subirse todos, o cuando menos las dos formaciones mayoritarias, al carro de la
unidad para acometer la regeneración política, para resetear o reiniciar que se dice en el lenguaje informático, y dar un giro al rumbo que lleva
este país hacia ninguna parte. Añádase que la intención de voto al PP ha mermado
15 puntos y queda por debajo del 30%, porcentaje con el que ningún partido ha
ganado las elecciones, según precisaba la encuesta del rotativo madrileño. Y así
están las cosas de mal, cuando ayer mismo se echaba más leña al fuego de la
confusión por la notable ausencia de Mariano Rajoy en el funeral del sargento
fallecido en Afganistán, aunque por lo visto, el Rey envió al Príncipe y Rajoy
a su ministro de Defensa en lo que parece una estudiada estrategia jerárquica
para las solemnes exequias fúnebres.
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