He de confesar que me cuesta trabajo sintonizar de nuevo con
la realidad circundante. Han sido jornadas de tensiones, emociones y
sentimientos. El fallecimiento de un amigo (Luis Mera) con el que hablaba casi todos los
días, desde hace tres décadas, el ingreso repentino en el hospital debido a un morrocotudo
cólico biliar con necesidad de practicar una intervención, la edad que no
perdona y que sé yo qué cosas más, me han dejado un poco descolocado. Empero, debo pasar página a lo que ya adquirió categoría de pretérito porque hay hechos que son
irreversibles y porque la salud en la vida de las personas no suele marcar una
línea plana sino que tiene altos y bajos, es decir, algún que otro diente de
sierra. No hay más remedio que interiorizarlo y mirar hacia adelante.Y para el amigo que se fue, queda su ejemplo e imborrable recuerdo.
Quiero
fijar la atención, eso sí, aunque sea por un momento, en la percepción común vivida
y compartida durante poco más de una semana en el hospital Marcide. Mi último
internamiento data de hace unos 20 años aproximadamente, cuando tuve que pasar
también por el quirófano aquejado de apendicitis. Lo tengo en
nebulosa. Es obvio que cuando uno decide entrar por urgencias es porque
advierte que algo grave, inusual, alarmante, le está sucediendo. En estos casos
no creo demasiado en la picaresca, o en el uso indebido o vicioso de un servicio, aunque haya que establecer el marco cautelar
de la excepción, como en otras muchas situaciones.
El primer y
gran impacto es el "panorama" de un área espectacularmente saturada
de pacientes. Camillas por doquier. Salas y pasillos atiborrados. El o la
acompañante casi se queda sin espacio físico para estar cerca del enfermo.
Echas la vista alrededor y te das cuenta de que también es posible hacinar el
dolor. Las cuentas de resultados en la Sanidad es lo que importa más; las
personas, la humanización de la asistencia, lo que menos. Es la socialización
del dolor a golpe de decreto. Vives y sufres tu problema y el de muchos más, que los estás viendo con gesto de sufrimiento, abatidos. Por
descontado, el personal del centro se prodiga en idas y venidas, se vuelca en atenciones. No me extraña que pueda haber
bajas por estrés, ya que los profesionales han de suplir con su sobresfuerzo
los ajustes que otros dictaminan desde el despacho, frente a la calculadora.
Ya asignada
cama, la fotografía muda de tonalidad. Del blanco y negro, dicho sea
irónicamente, del área de urgencias a unos colores más suaves y grises en
planta. Compartes y departes solo con el compañero de habitación, pero el
fenómeno del vértigo se repite. Las enfermeras -casi todas son mujeres- y
auxiliares andan a "todo filispín" (veloces) sin descanso.
-Oiga, menudo ritmo. Les veo a ustedes agobiadas, le digo a
una profesional
-Si mandaran a una compañera más para aquí, esto ya
sería otra cosa.
Nos damos de bruces, una vez más, con los dichosos ajustes. Insisto, en uno y otro caso, urgencias y planta, en cuanto al comportamiento de médicos y demás profesionales, un diez.
Tenemos una
sanidad pública que hemos de defender con uñas y dientes. Es la mejor, es la
admiración de propios y extraños. Tiene medios modernos, personal muy
preparado. Es una barbaridad privatizar en lugar de invertir para mejorar el
servicio, adecuar las plantillas. La privatización solo se entiende desde el pelotazo, la corrupción,
la perversión de principios y valores. A los que piensan en enriquecerse y enriquecer a los amigos, en detrimento de la calidad asistencial, de la salud, de la vida, hay que expulsarlos del poder. No queda otra.
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