lunes, 16 de marzo de 2015

Sanidad pública, sí o sí.

He de confesar que me cuesta trabajo sintonizar de nuevo con la realidad circundante. Han sido jornadas de tensiones, emociones y sentimientos. El fallecimiento de un amigo (Luis Mera) con el que hablaba casi todos los días, desde hace tres décadas, el ingreso repentino en el hospital debido a un morrocotudo cólico biliar con necesidad de practicar una intervención, la edad que no perdona y que sé yo qué cosas más, me han dejado un poco descolocado. Empero, debo pasar página a lo que ya adquirió categoría de pretérito porque hay hechos que son irreversibles y porque la salud en la vida de las personas no suele marcar una línea plana sino que tiene altos y bajos, es decir, algún que otro diente de sierra. No hay más remedio que interiorizarlo y mirar hacia adelante.Y para el amigo que se fue, queda su ejemplo e imborrable recuerdo.
            Quiero fijar la atención, eso sí, aunque sea por un momento, en la percepción común vivida y compartida durante poco más de una semana en el hospital Marcide. Mi último internamiento data de hace unos 20 años aproximadamente, cuando tuve que pasar también por el quirófano aquejado de apendicitis. Lo tengo en nebulosa. Es obvio que cuando uno decide entrar por urgencias es porque advierte que algo grave, inusual, alarmante, le está sucediendo. En estos casos no creo demasiado en la picaresca, o en el uso indebido o vicioso de un servicio, aunque haya que establecer el marco cautelar de la excepción, como en otras muchas situaciones.
            El primer y gran impacto es el "panorama" de un área espectacularmente saturada de pacientes. Camillas por doquier. Salas y pasillos atiborrados. El o la acompañante casi se queda sin espacio físico para estar cerca del enfermo. Echas la vista alrededor y te das cuenta de que también es posible hacinar el dolor. Las cuentas de resultados en la Sanidad es lo que importa más; las personas, la humanización de la asistencia, lo que menos. Es la socialización del dolor a golpe de decreto. Vives y sufres tu problema y el de muchos más, que los estás viendo con gesto de sufrimiento, abatidos. Por descontado, el personal del centro se prodiga en idas y venidas, se vuelca en atenciones. No me extraña que pueda haber bajas por estrés, ya que los profesionales han de suplir con su sobresfuerzo los ajustes que otros dictaminan desde el despacho, frente a la calculadora.
            Ya asignada cama, la fotografía muda de tonalidad. Del blanco y negro, dicho sea irónicamente, del área de urgencias a unos colores más suaves y grises en planta. Compartes y departes solo con el compañero de habitación, pero el fenómeno del vértigo se repite. Las enfermeras -casi todas son mujeres- y auxiliares andan a "todo filispín" (veloces) sin descanso.
-Oiga, menudo ritmo. Les veo a ustedes agobiadas, le digo a una profesional
-Si mandaran a una compañera más para aquí, esto ya sería otra cosa.
Nos damos de bruces, una vez más, con los dichosos ajustes. Insisto, en uno y otro caso, urgencias y planta, en cuanto al comportamiento de médicos y demás profesionales, un diez.
            Tenemos una sanidad pública que hemos de defender con uñas y dientes. Es la mejor, es la admiración de propios y extraños. Tiene medios modernos, personal muy preparado. Es una barbaridad privatizar en lugar de invertir para mejorar el servicio, adecuar las plantillas. La privatización solo se entiende desde el pelotazo, la corrupción, la perversión de principios y valores. A los que piensan en enriquecerse y enriquecer a los amigos, en detrimento de la calidad asistencial, de la salud, de la vida, hay que expulsarlos del poder. No queda otra. 
           
             
             

             

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