Vivimos las ventajas de la era del conocimiento y de la comunicación,
pero a lomos de un vértigo con innumerables riesgos, entre ellos la
frivolización o banalización de determinados valores de signo ético y moral que
nos abocan a la mediocridad. Una mediocridad que se manifiesta en las formas de
vida, esto es, costumbres, códigos de conducta, rituales, religiones, etc,
todos ellos elementos, junto con otros, que conforman el croquis cultural de
una sociedad. Adentrándonos un poco más, se advierten síntomas de cierto
ostracismo y abdicación por parte de sectores tales como los intelectuales que,
por su condición, debieran de actuar como actores críticos ante tanta
chabacanería, perversión y corrupción como la que nos envuelve.
Es por eso que siempre ha de alfombrarse el camino a iniciativas que
sacudan la inercia colectiva, que sitúen al sujeto ante la realidad cantante y
sonante, que nos lleven, en definitiva, aunque sea por momentos, a la reflexión
y al manejo del diálogo y del debate como instrumentos de comunicación y
enriquecimiento cultural.
Uno, que, además de periodista también es vocacionalmente ateneista (socio y colaborador
en la refundación del Ateneo Ferrolán) no puede menos que
reconocer el esfuerzo y el tesón de quienes abanderan estas pequeñas
universidades del saber que son, por tradición, los ateneos. Y hago especial
hincapié en esto porque no siempre la sociedad y las propias instituciones son
capaces de valorar el papel de estas personas que llevan su compromiso de
manera silente, entregando su tiempo y renunciando a sus cosas.
Con frecuencia se incurre en la necedad de etiquetar a estas
sociedades convirtiéndolas en arma arrojadiza en el discurso político. Craso
error en el que por cierto incurrió la corporación anterior y aún hoy se están
pagando las consecuencias. A lo largo de su historia, los ateneos han pasado
por diferentes etapas que las propias circunstancias políticas, sociales y
culturales han ido modelando coyunturalmente con mayor o menor peso de las
corrientes políticas al uso. La cultura no es patrimonio de unas siglas por eso
debiera siempre respetarse y apoyar este tipo de iniciativas que en muchas
ciudades son instituciones de solera y prestigio.
Lo bueno sería que los ateneos fuesen autosuficientes, porque la
dependencia siempre condiciona y coarta la libertad de movimientos, pero
orillemos la utopía para poner los pies en el suelo. Este tipo de sociedades
culturales generalmente requieren el apoyo de las administraciones para
alcanzar lo que no pueden con sus recursos naturales: programas ambiciosos,
publicaciones interesantes, premios y certámenes de prestigio, infraestructuras
dignas en las que desenvolver sus actividades, etc. Es ahí en donde las
instituciones deben/deberían de dar el do de pecho porque al fin y a la postre,
en este caso los ateneos, están dando respuesta a déficits de las propias
administraciones.
No quiero terminar, sin antes felicitar al actual equipo del Ateneo
Ferrolán, que preside Eliseo Fernández por el dinamismo y pujanza que vienen imprimiendo en
los variados programas de actividades, manteniendo la esperanza de que los
actuales gobernantes locales deshagan el entuerto heredado de los anteriores y
podamos pronto disfrutar de los fondos: hemeroteca, biblioteca, etc que tan
eficaz servicio prestan a los estudiosos e investigadores.
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